29 may 2011

Carolina.

Se marchó. Carolina se marchó. Sin dejar ni una nota, ni una simple palabra que sirviera de broche final a su historia. Hizo las maletas y se fue, llevando con ella únicamente sus tres decenas de vestidos de flores y su preciada cajita de música en la que un pequeño gato negro giraba al ritmo del tintineo de una melodía de Yann Tiersen. No tocó nada más de la casa, ni sus cuidadas plantas ni sus perturbadores gnomos de jardín que poblaban la diminuta terraza, ni siquiera su atesorada colección de libros ordenados alfabéticamente por autor.

Aun así, parecía que hubiesen saqueado la casa y lo hubieran tratado de disimular con un decorado falso, de plástico. El ambiente cálido que siempre llenaba la casa como si entre aquellas cuatro paredes se hubiera quedado encerrado un rayo de Sol había desaparecido, junto a sus colores y sus deliciosos olores. Ahora estaba vacía y fría. Muerta. Carolina se lo llevó todo. No dejó más que a Marta. Sola y congelándose, la inmensidad de la casa la tragaba como un agujero negro.

19 mar 2011

Obsolescencia.

El gélido aire de invierno cortaba al contacto con la piel. La gente paseaba bajo unos abrigos tan grandes que parecía que se habían vestido con el edredón de la cama. Llevaban sus cuellos y bocas ahogados por serpientes de lana y sus cabezas tapadas, de forma que de sus caras sólo se vislumbraban los ojos y con suerte alguna roja nariz.

En el parque, los niños correteaban ajenos al frío, con unas ganas horribles de quitarse toda esa molesta ropa que les impedía revolcarse con propiedad. Con su estatura, un anorak estilo muñeco michelín está muy bien para jugar a ser una albóndiga, pero cuando intentaban levantarse y cambiar de juego, quizás a ser pájaros o aviones, no conseguían más que rodar en el suelo. Eso y desesperar a sus madres. O a sus abuelas. O a sus niñeras. Cada vez había más de estas últimas y menos madres. En definitiva cada vez había menos niños. Ya ni siquiera ellos querían salir a jugar, tirarse bolas de nieve y que los mocos formaran estalactitas en sus pequeñas narices.

En un banco alejado de los demás, tan solitario como él mismo, se encontraba siempre el mismo viejo. El mismo porque siempre estaba allí y porque, al igual que este paisaje, podría ser el de cualquier ciudad. En todos lados es lo mismo: un parque de juegos cada vez más desierto y unos cuantos viejos dispersos. Y por suerte, éste viejo. Puede que te parezca que no es más que una pasa refunfuñona con la que nadie quiere jugar a la petanca, pero eso es porque no le has mirado bien. Porque no te has fijado en el deslumbrante brillo de sus ojos. Ese señor no es un viejo realmente, lo que pasa es que ha peleado tanto tantísimo en la vida y ha sufrido y a vivido y a sentido tanto, que se ha llenado de arrugas. Una por cada vivencia. Pero en su espíritu guarda la fuerza que los jóvenes no tienen. Que ya nadie tiene. Y él se lamenta por todos ellos. Esos cerebros echos puré. Esas vidas de absurdo consumismo. Esas carcasas, apalancadas en sofás de Ikea, dejándose erosionar por la estúpida sociedad. Hasta que solo queda el sedimento. Los restos.

Cómo dice nuestro viejo, “cada vez se está haciendo más difícil reconocernos. Reconocer personas. Yo siempre he venido aquí porque creía que estaría a salvo, pero hasta los niños están desapareciendo. El brillo de sus ojos se extingue como la llama de una vela dentro de un frasco. Nos falta el oxígeno.”


(inspiración)

13 mar 2011

Normal, ¡con esos ojos!

Nada más saludarle se da cuenta. Normal, ¡con esos ojos! Grandes, enormes, como dos planetas incrustados en su cara, que captan hasta el mínimo detalle, escanean todos los recovecos de tu cerebro. Y rápidos, rapidísimos, tanto o más que la luz. Por eso siempre lo nota todo, puede que incluso antes que yo misma. En lo que tardan mis cuerdas vocales en emitir un saludo me lanza su sentencia con inocencia, sin darse cuenta de que sale disparada como una bala de su boca, directa a mi cabeza. Entonces me mareo y me caigo. Tocado y hundido. Me pongo en pie como puedo, intentando mantener la compostura, pero es que no hay por dónde cogerlo: con una simple frase me desbarata entera. Aunque bueno, en realidad es normal, ¡con esos ojos!